Los sonetos de la muerte
Del nicho helado en que los hombres te pusieron, te bajaré a la tierra humilde y soleada. Que he de dormirme en ella los hombres no supieron, y que hemos de soñar sobre la misma almohada.
Te acostaré en la tierra soleada con una dulcedumbre de madre para el hijo dormido, y la tierra ha de hacerse suavidades de cuna al recibir tu cuerpo de niño dolorido,
Luego iré espolvoreando tierra y polvo de rosas, y en la azulada y leve polvoreda de luna, los despojos livianos irán quedando presos.
Me alejaré cantando mis venganzas hermosas, ¡porque a ese hondor recóndito la mano de ninguna bajará a disputarme tu puñado de huesos!
II
Este largo cansancio se hará mayor un día, y el alma dirá al cuerpo que no quiere seguir arrastrando su masa por la rosada vía, por donde van los hombres, contentos de vivir...
Sentirás que a tu lado cavan briosamente, que otra dormida llega a la quieta ciudad. Esperaré que me hayan cubierto totalmente... ¡y después hablaremos por una eternidad!
Sólo entonces sabrás el por qué no madura para las hondas huesas tu carne todavía, tuviste que bajar, sin fatiga, a dormir.
Se hará luz en la zona de los sinos, oscura: sabrás que en nuestra alianza signo de astros había y, roto el pacto enorme, tenías que morir...
III
Malas manos tomaron tu vida desde el día en que, a una señal de astros, dejara su plantel nevado de azucenas. En gozo florecía. Malas manos entraron trágicamente en él...
Y yo dije al Señor: - "Por las sendas mortales le llevan ¡Sombra amada que no saben guiar! ¡Arráncalo, Señor, a esas manos fatales o le hundes en el largo sueño que sabes dar!
¡No le puedo gritar, no le puedo seguir! Su barca empuja un negro viento de tempestad. Retórnalo a mis brazos o le siegas en flor".
Se detuvo la barca rosa de su vivir... ¿Que no sé del amor, que no tuve piedad? ¡Tú, que vas a juzgarme, lo comprendes, Señor!
Desolación
La bruma espesa, eterna, para que olvide dónde me ha arrojado la mar en su ola de salmuera. La tierra a la que vine no tiene primavera: tiene su noche larga que cual madre me esconde.
El viento hace a mi casa su ronda de sollozos y de alarido, y quiebra, como un cristal, mi grito. Y en la llanura blanca, de horizonte infinito, miro morir intensos ocasos dolorosos.
¿A quién podrá llamar la que hasta aquí ha venido si más lejos que ella sólo fueron los muertos? ¡Tan sólo ellos contemplan un mar callado y yerto crecer entre sus brazos y los brazos queridos!
Los barcos cuyas velas blanquean en el puerto vienen de tierras donde no están los que son míos; y traen frutos pálidos, sin la luz de mis huertos, sus hombres de ojos claros no conocen mis ríos.
Y la interrogación que sube a mi garganta al mirarlos pasar, me desciende, vencida: hablan extrañas lenguas y no la conmovida lengua que en tierras de oro mi vieja madre canta.
Miro bajar la nieve como el polvo en la huesa; miro crecer la niebla como el agonizante, y por no enloquecer no encuentro los instantes, porque la "noche larga" ahora tan solo empieza.
Miro el llano extasiado y recojo su duelo, que vine para ver los paisajes mortales. La nieve es el semblante que asoma a mis cristales; ¡siempre será su altura bajando de los cielos!
Siempre ella, silenciosa, como la gran mirada de Dios sobre mí; siempre su azahar sobre mi casa; siempre, como el destino que ni mengua ni pasa, descenderá a cubrirme, terrible y extasiada.
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Ausencia
Se va de ti mi cuerpo gota a gota. Se va mi cara en un óleo sordo; se van mis manos en azogue suelto; se van mis pies en dos tiempos de polvo.
¡Se te va todo, se nos va todo! Se va mi voz, que te hacía campana cerrada a cuanto no somos nosotros.
Se van mis gestos, que se devanaban, en lanzaderas, delante tus ojos.
Y se te va la mirada que entrega, cuando te mira, el enebro y el olmo.
Me voy de ti con tus mismos alientos: como humedad de tu cuerpo evaporo.
Me voy de ti con vigilia y con sueño, y en tu recuerdo más fiel ya me borro.
Y en tu memoria me vuelvo como esos que no nacieron ni en llanos ni en sotos.
Sangre sería y me fuese en las palmas de tu labor y en tu boca de mosto.
Tu entraña fuese y sería quemada en marchas tuyas que nunca más oigo, ¡y en tu pasión que retumba en la noche, como demencia de mares solos!
¡Se nos va todo, se nos va todo!
Íntima
Tú no oprimas mis manos Llegará el duradero tiempo de reposar con mucho polvo y sombra en los entretejidos dedos.
Y dirías: - No puedo amarla, porque ya se desgranaron como mieses sus dedos. Tú no beses mi boca.
Vendrá el instante lleno de luz menguada, en que estaré sin labios sobre un mojado suelo.
Y dirías: - La amé, pero no puedo amarla más, ahora que no aspira el olor de retamas de mi beso.
Y me angustiara oyéndote, y hablaras loco y ciego, que mi mano será sobre tu frente
cuando rompan mis dedos, y bajará sobre tu cara llena de ansia, mi aliento.
No me toques, por tanto. Mentiría al decir que te entrego mi amor en estos brazos extendidos, en mi boca, en mi cuello, y tú, al creer que lo bebiste todo, te engañarías como un niño ciego.
Porque mi amor no es sólo esta gravilla reacia y fatigada de mi cuerpo, que tiembla entera al roce del cilicio y que se me rezaga en todo vuelo.
Es lo que está en el beso, y no es el labio; lo que rompe la voz, y no es el pecho:
¡es un viento de Dios, que pasa hendiéndome el gajo de las carnes, volandero!
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