Juventud, divino tesoro, ¡ya te vas para no volver! Cuando quiero llorar, no lloro... y a veces lloro sin querer...
Plural ha sido la celeste historia de mi corazón. Era una dulce niña, en este mundo de duelo y de aflicción.
Miraba como el alba pura; sonreía como una flor. Era su cabellera obscura hecha de noche y de dolor.
Yo era tímido como un niño. Ella, naturalmente, fue, para mi amor hecho de armiño, Herodías y Salomé...
Juventud, divino tesoro, ¡ya te vas para no volver! Cuando quiero llorar, no lloro... y a veces lloro sin querer...
Y más consoladora y más halagadora y expresiva, la otra fue más sensitiva cual no pensé encontrar jamás.
Pues a su continua ternura una pasión violenta unía. En un peplo de gasa pura una bacante se envolvía...
En sus brazos tomó mi ensueño y lo arrulló como a un bebé... Y te mató, triste y pequeño, falto de luz, falto de fe...
Juventud, divino tesoro, ¡te fuiste para no volver! Cuando quiero llorar, no lloro... y a veces lloro sin querer...
Otra juzgó que era mi boca el estuche de su pasión; y que me roería, loca, con sus dientes el corazón.
Poniendo en un amor de exceso la mira de su voluntad, mientras eran abrazo y beso síntesis de la eternidad;
y de nuestra carne ligera imaginar siempre un Edén, sin pensar que la Primavera y la carne acaban también...
Juventud, divino tesoro, ¡ya te vas para no volver! Cuando quiero llorar, no lloro... y a veces lloro sin querer.
¡Y las demás! En tantos climas, en tantas tierras siempre son, si no pretextos de mis rimas fantasmas de mi corazón.
En vano busqué a la princesa que estaba triste de esperar. La vida es dura. Amarga y pesa. ¡Ya no hay princesa que cantar!
Mas a pesar del tiempo terco, mi sed de amor no tiene fin; con el cabello gris, me acerco a los rosales del jardín...
Juventud, divino tesoro, ¡ya te vas para no volver! Cuando quiero llorar, no lloro... y a veces lloro sin querer... ¡Mas es mía el Alba de oro!
Margarita, está linda la mar, y el viento lleva esencia sutil de azahar; yo siento en el alma una alondra cantar: tu acento. Margarita, te voy a contar un cuento.
Éste era un rey que tenía un palacio de diamantes, una tienda hecha del día y un rebaño de elefantes,
un kiosko de malaquita, un gran manto de tisú, y una gentil princesita, tan bonita, Margarita, tan bonita como tú.
Una tarde la princesa vió una estrella aparecer; la princesa era traviesa y la quiso ir a coger.
La quería para hacerla decorar un prendedor, con un verso y una perla, y una pluma y una flor.
Las princesas primorosas se parecen mucho a ti: cortan lirios, cortan rosas, cortan astros. Son así.
Pues se fué la niña bella, bajo el cielo y sobre el mar, a cortar la blanca estrella que la hacía suspirar.
Y siguió camino arriba, por la luna y más allá; mas lo malo es que ella iba sin permiso del papá.
Cuando estuvo ya de vuelta de los parques del Señor, se miraba toda envuelta en un dulce resplandor.
Y el rey dijo: "¿Qué te has hecho? Te he buscado y no te hallé; y ¿qué tienes en el pecho, que encendido se te ve?"
La princesa no mentía. Y así, dijo la verdad: "Fuí a cortar la estrella mía a la azul inmensidad."
Y el rey clama: "¿No te he dicho que el azul no hay que tocar? ¡Qué locura! ¡Qué capricho! El Señor se va a enojar."
Y dice ella: "No hubo intento; yo me fuí no sé por qué; por las olas y en el viento fuí a la estrella y la corté."
Y el papá dice enojado: "Un castigo has de tener: vuelve al cielo, y lo robado vas ahora a devolver."
La princesa se entristece por su dulce flor de luz, cuando entonces aparece sonriendo el Buen Jesús.
Y así dice: "En mis campiñas esa rosa le ofrecí: son mis flores de las niñas que al soñar piensan en mí."
Viste el rey ropas brillantes, y luego hace desfilar cuatrocientos elefantes a la orilla de la mar.
La princesita está bella, pues ya tiene el prendedor en que lucen, con la estrella, verso, perla, pluma y flor.
Margarita, está linda la mar, y el viento lleva esencia sutil de azahar: tu aliento.
Ya que lejos de mí vas a estar, guarda, niña, un gentil pensamiento al que un día te quiso contar un cuento.
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Cantos de Vida y Esperanza A José Enrique Rodó Yo soy aquel que ayer no más decía el verso azul y la canción profana, en cuya noche un ruiseñor había que era alondra de luz por la mañana.
El dueño fui de mi jardín de sueño, lleno de rosas y de cisnes vagos; el dueño de las tórtolas, el dueño de góndolas y liras en los lagos;
Y muy siglo diez y ocho y muy antiguo y muy moderno; audaz, cosmopolita; con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo, y una sed de ilusiones infinitas.
Yo supe de dolor desde mi infancia, mi juventud... ¿fue juventud la mía? Sus rosas aún me dejan la fragancia... una fragancia de melancolía...
Potro sin freno se lanzó mi instinto, mi juventud montó potro sin freno; iba embriagada y con puñal al cinto; si no cayó, fue porque Dios es bueno.
En mi jardín se vio una estatua bella; se juzgó de mármol y era carne viva; un alma joven habitaba en ella, sentimental, sensible, sensitiva.
Y tímida, ante el mundo, de manera que encerrada en silencio no salía, sino cuando en la dulce primavera era la hora de la melodía...
Hora de ocaso y de discreto beso; hora crepuscular y de retiro; hora de madrigal y de embeleso, de "te adoro", de "¡ay!" y de suspiro.
Y entonces era en la dulzaina un juego de misteriosas gamas cristalinas, un renovar de notas del Pan griego y un desgranar de músicas latinas.
Con aire tal y con ardor tan vivo, que a la estatua nacían de repente en el muslo viril patas de chivo y dos cuernos de sátiro en la frente.
Como la Galatea gongorina me encantó la marquesa varleniana, y así juntaba a la pasión divina una sensual hiperestesia humana;
Todo ansia, todo ardor, sensación pura y vigor natural; y sin falsía, y sin comedia y sin literatura...: Si hay un alma sincera, ésa es la mía.
La torre de marfil tentó mi anhelo; quise encerrarme dentro de mí mismo, y tuve hambre de espacio y sed de cielo desde las sombras de mi propio abismo.
Como la esponja que la sal satura en el jugo del mar, fue el dulce y tierno corazón mío, henchido de amargura por el mundo, la carne y el infierno.
Mas, por la gracia de Dios, en mi conciencia el Bien supo elegir la mejor parte; y si hubo áspera hiel en mi existencia, melificó toda acritud el Arte.
Mi intelecto libré de pensar bajo, bañó el agua castalia el alma mía, peregrinó mi corazón y trajo de la sagrada selva la armonía.
¡Oh, la selva sagrada! ¡Oh, la profunda emanación del corazón divino de la sagrada selva! ¡Oh, la fecunda fuente cuyo virtud vence al destino!
Bosque ideal que lo real complica, allí el cuerpo arde y vive y Psiquis vuela; mientras abajo el sátiro fornica, ebria de azul deslíe Filomela.
Perla de ensueño y música amorosa en la cúpula en flor del laurel verde, Hipsipila sutil liba en la rosa, y la boca del fauno el pezón muerde.
Allí va el dios en celo tras la hembra, y la caña de Pan se alza del lodo; la eterna vida sus semilas siembra, y brota la armonía del gran Todo.
El alma que entra allí debe ir desnuda, temblando de deseo y fiebre santa, sobre cardo heridor y espina aguda: así sueña, así vibra y así canta.
Vida, luz y verdad, tal triple llama produce la interior llama infinita. El Arte puro como Cristo exclama: ¡Ego sum lux et veritas et vita!
Y la vida es misterio, la luz ciega y la verdad inaccesible asombra; la adusta perfección jamás se entrega, y el secreto ideal duerme en la sombra.
Por eso ser sincero es ser potente; de desnuda que está, brilla la estrella; el agua dice el alma de la fuente en la voz de cristal que fluye de ella.
Tal fue mi intento, hacer del alma pura mía, una estrella, una fuente sonora, con el horro de la literatura y loco de crepúsculo y de aurora.
Del crepúsculo azul que da la pauta que los celestes éxtasis inspira, bruma y tono menor ¡toda la flauta!, y Aurora, hija del Sol ¡toda la lira!
Pasó una piedra que lanzó una honda; pasó una flecha que aguzó un violento. La piedra de la honda fue a la onda, y la flecha del odio fuese al viento.
La virtud está en ser tranquilo y fuerte; con el fuego interior todo se abrasa; si triunfa del rencor y de la muerte, y hacia Belén... ¡la caravana pasa!
Lo Fatal
Dichoso el árbol que es apenas sensitivo, y más la piedra dura, porque ésta ya no siente, pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto, y el temor de haber sido y un futuro terror... Y el espanto seguro de estar mañana muerto, y sufrir por la vida y por la sombra y por
lo que no conocemos y apenas sospechamos, y la carne que tienta con sus frescos racimos y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos, ¡y no saber adónde vamos, ni de dónde venimos...!
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